No hay problema en esta Ciudad de Buenos Aires que se
desvincule de la violencia en cualquiera de sus formas.
De los conflictos en general, las dificultades que
experimenta la población de Buenos Aires para el acceso a la salud y la
educación, a la vivienda, al trabajo, a la protección de sus derechos básicos, tienen
como base un factor de violencia articulado desde el Estado.
Hemos denunciado en reiteradas oportunidades que el
gobierno de la Ciudad tiene como política de Estado el no cumplimiento de la ley,
a la que solo se somete cuando un juez se lo ordena frente a la demanda de los
particulares.
Esto que definimos como violencia institucional afecta
transversalmente todas las áreas sociales en donde se observa claramente cómo opera la
violencia institucional y cómo se ensambla con la violencia social, en continua
realimentación.
Hay que advertir que la injusticia que deriva de la negación o
postergación de un derecho no queda solo ahí, sino que simultáneamente
va generando en las personas afectadas, un proceso de violencia interna que
podemos reconocer como impotencia, bronca, resentimiento y a veces hasta enfermedad:
Una violencia interna hacia el individuo que tiene su origen fuera de él: en la
desigualdad social, en la discriminación, en la arbitrariedad y maltrato institucional.
La violencia no es biodegradable, no se digiere. Se acumula, queda allí en lo interno de las
personas tejiendo y alimentando una oscura red de sufrimiento, hasta que surge
un nuevo estímulo externo y se dispara nuevamente hacia el mundo, sea sobre el
medio más cercano, o se dirige contra cualquier franja o sector social, una
nacionalidad, un credo y entonces la violencia toma la forma de discriminación.
Cualquier estímulo habilita una descarga de esa violencia acumulada
durante mucho tiempo a veces por una mezcla explosiva de bronca, impotencia, maltrato
social e institucional.
Y a esa acumulación contribuyen, entre otros, la manipulación mediática
y la arbitrariedad institucional. La propia violencia del medio del que cada
uno de nosotros es parte, en continua realimentación.
El sentimiento que impulsa a desterrar la violencia del medio social tiene
su base filosófica, ética y moral y también práctica.
Las acciones que las personas lanzamos al mundo siempre regresan a uno,
muchas veces de un modo no imaginado.
Las acciones no van sueltas, sino que se encadenan unas con otras definiendo
una tendencia, una dirección que tiñe todas las acciones.
Cuando las personas tenemos una expresión violenta hacia el mundo, el
germen queda dentro. La bomba interna no se desactiva.
Estamos pues en un gran lío, nos han metido en un gran lío del que solo
podemos salir nosotros.
Nos han trasmitido el germen de la violencia (en sus más diversas
manifestaciones), nos han inculcado y trasmitido actitudes discriminatorias,
resentimientos e incomprensión.
Nos han envenenado el espíritu, de alguna manera.
Tenemos la difícil tarea de aprender y trasmitir un nuevo tipo de
relación humana, basada en una escala de valores donde en su punto más alto
esté el ser humano.
Tenemos derecho a transformar un tipo de organización social que conduce
a más violencia y que no hemos elegido.
Tenemos derecho a rechazar la contradicción social, donde nos imponen
bandos que no hemos elegido.
Hay que entender que el odio racial, por ejemplo, no nace de cada uno de
nosotros, sino que nos utiliza como medio para expresarse, pero nace de
intereses ajenos a los nuestros.
Esto es solo un esbozo de una visión, la del Humanismo, acerca del
origen y manifestación de la violencia, y también una mirada generosa y
habilitadora para desarticularla y entrar definitivamente en una nueva
sociedad, con un sistema de relaciones humanas a tono con un ser humano en
evolución.
De dónde venimos, donde estamos y hacia donde vamos. Estamos asistiendo
a una etapa de decadencia que marca el final de un período, oscuro por cierto,
y a su vez anuncia el surgimiento de algo nuevo y diferente a lo anterior.
Las jóvenes generaciones actuales y las venideras elegirán (y eso sí
está en sus manos) donde van a hacer su aporte, si a ese mundo que está
muriendo, o al mundo que está naciendo, retomando su rol histórico de ser el
motor de la historia.
Ese nuevo mundo que ya se insinúa se corresponde con el surgimiento de
una nueva espiritualidad.
Cuando no se sienta pudor por hablar de esa nueva espiritualidad, cuando
se la asocie a todas las actividades de la vida, cuando se la considere la base
y sustento del comportamiento humano, cuando el se humano se emplace allí en su
espiritualidad y fije allí su centro y eje de acción en el mundo, y con ello
abandone el dinero, el individualismo y la competencia salvaje como norte y
como eje de su vida, estarán dadas las condiciones para el surgimiento de una
Cultura Humanista.
Humilde y silenciosamente el Humanismo viene dando señales de la
dirección que será conveniente dar a este proceso en marcha.
Una dirección humanizadora, para el pleno desarrollo de la espiritualidad,
la creatividad y la libertad humana.
Retomando lo dicho al inicio, consideramos que solo si el Estado cumple
la ley se desarticulará un importante factor de violencia social. En definitiva
propiciamos un Estado justo que sea garante de justicia social.
Sirva esto para trasmitir una inquietud y un
llamado a la reflexión sobre el crecimiento de la violencia, un tema que los
Humanistas promovemos, no solamente en el discurso, sino también en la
propuesta y la acción, y que encuentra su antecedente y fundamento en la
prédica que durante casi cuarenta años llevó adelante Silo, Maestro y Guía
espiritual de muchos humanistas en todo el mundo.
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